(Sobre la clínica I Zonas de disturbio; cartografías de la fractura)
César CortésDentro es otra cosa.
Dentro no nos imaginamos, porque la carne humana es dura; difícil de separar el tejido nervioso de la materia a disgregar, las astillas del hueso pueden haberse colado incluso entre la masa blanda y quizá parezca como si el sabor perdiera consistencia, oscilando entre lo agrio y lo dulce, entre lo catastrófico y lo francamente delirante. Por eso
dentro es otra cosa, porque el Yo ahí sí es un Otro, no en los mismos términos en los que Rimbaud, en la concreción abisinia de su romanticismo feroz, repitiera ya en Harar, postrado en una cama y esperando a que le amputaran la primer pierna.
Yo ¿soy otro? ¿Sí?; o sea ¿si? O soy lo mismo. Lo mismito. La mismidad envuelta en huevo a punto de morir de sífilis en un lugar que no conoce… Sí; la movilidad se reincorpora a los hábitos de tal manera que desaparece.
Sur. Sur-sur-sur; ha resonado tantas veces el nombre
Sur a lo largo del SITAC, que parece ser un mantra maldito, un recordatorio para el sacrificio, una preconsigna frenética que quizá diste mucho de ser reivindicable. A veces
Sur ha sido susurrado, sur-surrado, sur-negado, surrrrrrrrrrrredulcorado, sur-subsumido.
Sur así, dicho con un convencimiento que apabulla, porque entonces todo parece poder ser leído en esos términos. Por ejemplo, ahora en esta sala y por breves instantes yo soy, irremediablemente
Norte, y todos ustedes ahora son
Sur. ¿Es así? Suena ridículo. No; no es así. Sí es ridículo, porque todos pensamos con la lengua del
Norte.
Sur, pues, se ha dicho tantas veces que quizá haya perdido su sentido. Aunque hay que agregar que también se ha dicho la palabra:
Caaaaaaaaaaaaaaaaaaniiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiibal.
La noche del 29 de enero, entre tequilas e inconsistencias discursivas, algunos compañeros asignados a la tarea de articular-no-articular una serie de puntos para la realización de este escrito, resolvíamos que hay una diferencia de fondo entre el Otro radical, el antropófago, y el que ha debido sublimar ese canibalismo, al vivir en situaciones de urgencia cultural. Por un lado el antropófago que no ha accedido a la idea de UNO, a la integración individual y que percibe el mundo desde un imaginario que se inscribe en el rito y que es inaccesible en tanto no se reconozca que posee una organización de códigos totalmente distinta a la nuestra, como nos sugería Suely Rolnik en la visita que hiciera a una de nuestras sesiones. Por otro lado puede hablarse de un canibalismo desritualizado de la modernidad que busca alias inmateriales para poder redefinirse, reintegrarse en tanto pervive en una realidad fantasmal que lo acecha, un desmembramiento molecular de las ideas, multiplicación al infinito y desborde de sentido.
En la excentricidad radical del canibalismo, no hay centro y entonces la persona no existe, porque ¿qué es macerar al amigo, cortarle en pedazos, devorarlo poco a poco mientras observas los ojos de su familia? Si hay que nombrar al Caníbal, quizá haya que hacerlo con un término distinto, con un vocablo inventado, palabras ininteligibles.
Sí, si siiiii; se insistía entre gritos y acusaciones de buen tono que negaban a Heidegger a Adorno o a Baudrillard según el turno del hablante, con tendencias de los preantropófagos en los que nos estábamos convirtiendo, en tanto el tequila seguía sirviéndose. Pienso ahora que quizá, ni siquiera el caníbal deba ser nombrado desde el término políticamente correcto de “antropófago”, porque ¿no todos esos nombres son usados desde quien mira? ¿No hablan más de quien los produce que de lo que intentan delimitar? Justo de eso se queja el Calibán Shakespireano en la Tempestad;
me has dado la lengua para insultarte. Tu lengua misma es un insulto entero que me condena al éxodo, a la falta de lugar, a ser como tú. Y entonces yo, que no era yo porque no había yo, ya no soy yo. Soy tú, y desde ahí te nombro, te insulto.SurSurSurNo; el
Sur real no existe. Existe como
fantasmagoría, esta visión ilusoria de quien fija su propio deseo. De quien fragmenta en la medida de una concepción logocéntrica que confunde
verdad con
verosimilitud. Lo que hay es una invención del
Sur, como consecuencia de un desarrollo que no puede hacer otra cosa sino excluir al Otro radical en la medida en la que lo clasifica y lo convierte en fragmentos definibles.
Esta ilegibilidad derridiana es un vacío irrepresentable. Lo que puede representarse, el fantasma lacaniano, hasta donde lo entiendo, sí es una
realidad. Ouroboros, serpiente que se come la cola. El
Sur es una autoreferencia del
Norte, que mezcla placer con dolor, intento de cercanía que muta constantemente en función a una forma de construir la realidad que tiene como tradición los entendimientos de Occidente, mismos que dependen de una temporalidad definida. Y lo que presenta un conflicto mayor para aquellos Otros que aún no han sido tocados por su
avanzada cultural, es que Occidente, a través de todas sus deformaciones, mutaciones y mutilaciones postcoloniales, es también inextricable para ellos. Y quizá la ilusión más peligrosa de todo esto sea que, cualquier tipo de institucionalización de la palabra del Otro, lo incorpore como pieza de este mismo sistema bipartido. Como muerte o como preservación en el archivo o en el museo. Le haga, pues, perder su alteridad –a ojos del Sí Mismo– y le haga, a la vez, permanecer en su no-existencia, en su impenetrabilidad –a los ojos de quienes supongo yo, son estos Otros.
No desdeñemos a la confrontación, se decía también. El integrismo es una estrategia. Una fuerza centrípeta que irremediablemente tiende a los centros. Cuando se dice “
Artistas del Sur”, se dice una cierta manera de incorporarlos a un imaginario. En la confrontación cada quien tiene sus nombres y creo que ningún “artista caníbal” se llamaría a sí mismo artista, ni caníbal, ni nada. Utilizaría nombres para sí mismo que no corresponderían a nuestra manera de leer el mundo. Y, para seguir en la misma línea vindicativa, se puede agregar que no hay
Sur o
Norte del Arte. Hay un arte instrumental e instrumentalizado por una determinada división social del trabajo en el sistema artístico. Hay, también, un arte que puede apelar al sentido, pero que de igual manera pertenece al flujo de percepciones de las prácticas Occidentales.
No creo que la imagen sublimada del
Sur sea suficiente para nombrar al subalterno. Demasiado olor a humanismo; ese perfume con el que las buenas conciencias se bañan para no tener qué dislocar su sentido, desplegar su condición segregacionista. Y, lo sabemos ya porque hemos vivido décadas y décadas del discurso de la conmiseración: uno de los peores caníbales inconscientes –o no tan inconscientes- de la cultura son los humanistas. Justo porque desde sus lógicas compasivas cometen un escamotage, una sustitución con la que se monta un teatro de misericordia que los hace acceder al poder y gobernar con la máscara del vencido. Eso, quizá, sea uno de los motivos por los cuales la llamada máquina barroca mexicana se pone en acción: esta desintegración de la penuria por medio de una sustitución simbólica, pliegues sobre pliegues que van configurando un ensimismamiento repleto de Otros latentes que han sido sometidos, engañados, escamoteados.
Una imagen interesante de esto mismo es la
herida. Esta sublimación del dolor parece que se exime, que finalmente pierde apariencia. Un camino de la subalternidad es la evanescencia de la herida, en tanto parece ser que ésta ya no está ahí. Y sin embargo duele, a pesar de que se nos exija callarlo, colocarlo en un lugar cerrado y continuar. La herida es una constatación del tiempo en la carne, una impronta radical, en tanto amenaza al cuerpo con la ruptura. ¿Cuántas heridas son posibles en la superficie de un animal como nosotros? La herida es el preámbulo de la muerte, pero también es su recordatorio. Una inscripción de lo finito en el territorio de la existencia. Y ¿quién de aquí se hace cargo de su propia herida? Lo que hacemos es posponerla, intentar que cierre por medio del olvido o de la superposición de nuevas capas de algo que no es piel, pero que se le parece mucho; el encantamiento, el glamour y una pretendida ligereza que nada tiene que ver con la
levedad que ya mencionara Italo Calvino en sus
Ensayos para el próximo milenio. Esta nueva piel que no es piel, podría también llamársele simulación, discurso aparente, un escamotage del Sí Mismo, que se pretende Otro para salvarse. Pienso de inmediato en los comentarios de Mariana Botey, quien ha dirigido provocadoramente bien la clínica del SITAC: una tendencia de Occidente por recuperar las imágenes del Sur como una segunda modernidad. Una estrategia. Porque, claro, como en el caso de la conquista, parece ser que se “descubre” algo que antes no estaba ahí, y que sin embargo es la comprobación del reflejo, el espejo psicótico lacaniano que devuelve la imagen sublimada del Yo en un Otro que no es sino Sí Mismo. Incorporar la herida, hacerse cargo de ella sería aceptar el dolor de esta irremediable mismidad y, entonces, como nos decía también Nelly Richard,
desnaturalizar el sentido y provocar apropiaciones de los signos. Intentar, pues, en los intersticios la opción de la identidad y su potencia de significación. Aceptar que la disrupción sigue ahí, o porque los padres europeos nos han abandonado, o porque muchos de nuestros padres nativos se han pervertido.
En todo caso, creo que el problema latente a discutir es el carácter de la resistencia cultural de los subalternos, que provienen de una genealogía distinta a la dominadora –sea esta del
Norte o del
Sur–, misma resistencia que han debido llevar a cabo para cuidar del exterminio su percepción del mundo. A la vez trazar los métodos para contribuir a que estas formulaciones encuentren canales adecuados para desplegar estrategias de negociación. Aportar, en los límites de la cultura de Occidente y como conocedores de las constantes del nuevo poder banal que es el mercado, herramientas a este enmascaramiento estratégico de resistencia, como parte de una propuesta de indocilidad frente al entorno que plantean los poderes hegemónicos de un Occidente cada vez más amenazante, mutante y poco sensible. Lo que James C. Scott llamara la “
infrapolítica de los desposeídos”.