miércoles, 21 de enero de 2009

Tlatelolco, entre la huella y el síntoma




Enrique Mendez de Hoyos, "Síntomas y Huellas", 2008. Videoinstalacion en dos canales y serie fotográfica.

Tlatelolco, entre la huella y el síntoma. Por Juan Antonio Molina

En los últimos años, la obra de Enrique Méndez de Hoyos ha estado fluctuando entre la producción fotográfica, el video, la instalación e, incluso, intervenciones de corte performático. Esta versatilidad, muy propia de un artista abierto a la experimentación y la pluralidad de lenguajes, no parece responder tanto a una curiosidad por las opciones tecnológicas y metodológicas a su disposición, como a un afán de establecer nexos entre distintos sistemas semiológicos. Enrique Méndez de Hoyos pone todo el énfasis de su obra en el aspecto comunicativo, incluso en los casos frecuentes en que introduce una lectura crítica de los discursos políticos o una revisión deconstructiva de los textos y los documentos asociados al control y la disciplina.
Síntomas y huellas (su más reciente obra) amplía esas lecturas críticas al juicio sobre la relación entre la historia y el documento; para lo cual no deja de ser útil esa referencia sutil a un posible carácter residual del signo y al más evidente carácter fragmentario de la memoria. Concebida como una instalación en la que se proyectan dos videos simultáneamente, la obra no excluye la posibilidad de exhibir también una serie de fotografías que niegan la diferenciación habitual entre “documento” y “ficción”. Probablemente esas fotos sean una documentación de una ficción o de una puesta en escena. Pero esa puesta en escena es un testimonio de las fricciones y las ficciones con que se constituye ese ámbito resquebrajado que es la memoria colectiva.
Por medio de la simultaneidad visual y narrativa, los videos construyen una trayectoria de desencuentros entre dos personajes (un vagabundo y un travestí) quienes vagan por el espacio de Tlatelolco, inmersos, uno en la obsesión y el recuerdo, el otro, en la enajenación y la autosuficiencia. Ambos representan un universo de dualidades: ser hombre y mujer al mismo tiempo, vivir entre la cordura y la locura y entre el pasado y el presente. Para ellos, Tlatelolco es más que un escenario, es la alegoría de una yuxtaposición histórica y cultural. Es el lugar de la muerte y la supervivencia.
Tlatelolco es la huella y el síntoma. Como síntoma, es la evidencia que denuncia el trauma y la enfermedad. Como huella, es la prueba de un contacto doloroso, es el residuo de un tránsito o de múltiples pasajes y es la reafirmación de un lugar. Tal vez la arqueología ha venido a demostrar, mejor que nada, que son las huellas y los signos los que dan sentido de emplazamiento a un lugar. Tal vez sin la arqueología sería más difícil entender que la historia sólo existe como fragmento y que lo histórico está asociado siempre a un lugar. El subsuelo de Tlatelolco ha sido consagrado por la arqueología, el suelo ha sido consagrado por la historia.
Quiero decir que quizá la historia de México no existe. Que a lo mejor basta con la historia de Tlatelolco, o de cualquier otro sitio. Que la historia se repite, como un ciclo consuetudinario, no es la mejor conclusión. Que hay múltiples historias, paralelas, y que a veces se repite una en la otra, me parece más convincente. La imagen fugaz de un edificio que se desploma, en uno de los videos que componen esta obra, tiene una sutil calidad especular. Al verla me llené de expectativas. No sé si esperaba ver a continuación los carros blindados o las torres gemelas. Lo cierto es que todo derrumbe parece ser el inicio de algo. Como si de veras, en el origen siempre debieran estar el caos y la ruina.
Pero lo que parece estar en juego para Méndez de Hoyos no es la historia en sí (como proceso ni como relato), sino la disyuntiva entre recordar y olvidar. En todo caso, esta obra está basada en la reelaboración estética de la memoria, en la sustitución del recuerdo por la alegoría y en la cancelación del relato por la performance. Y todos esos procesos parecen tener una finalidad terapéutica o, al menos, profiláctica. El graffiti que aparece al principio del video, reproduce una frase que Monsiváis atribuye a Nietzsche en su ensayo sobre La manifestación del silencio: “Es imposible vivir sin olvidar”. Ahí, más que una conclusión, se plantea una disyuntiva.
Esa disyuntiva es la que encarnan los dos protagonistas del video (Porque llega el tiempo –dice Monsiváis- en que el cúmulo de las situaciones vividas, de tan extremo y de tan recordado, deja de proyectarse ante nuestros ojos como película o como desvarío y abdica de su calidad episódica para mostrarse como nuestra carne y nuestra sustancia, inflexión de la voz y titubeo en el andar). Mictlantecutli ha dejado su reinado y ahora es un homeless que busca restos de comida, y colecciona latas de refrescos, cajitas felices de McDonald y cajetillas de cigarros vacías. No tiene memoria (ni siquiera recuerda quién es), pero encarna una memoria, convertida en estigma, en mugre, en pústula. Xiuhtecuhtli también ha olvidado. Se balancea en el columpio, se contonea al borde de la calle, toca a las puertas que nunca se abrirán, posa con displicencia sus tacones breves sobre las huellas de otros. Ofrece su carne como si fuera la carne de Dios. Ofrece su desmemoria esquizofrénica como si fuera su última voluntad.
Si la historia se resuelve en el lugar, la memoria se resuelve en la carne. Si la arqueología nos enseñó a comprender lo primero, la semiología nos enseña a comprender lo segundo. La obra de Enrique Méndez de Hoyos vuelve al origen clínico de la semiología. Por eso, más que de signos, parece construirse de cicatrices, de heridas mal cerradas, de morbos disfrazados, de delirios y metástasis.
Juan Antonio Molina


Juan Antonio Molina

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